Mi vida es como una cinta de música
de los noventa: con su cara A y su cara B.
La cara A es la más conocida, donde
se esconden los hits del verano y los
ritmos más pegadizos. Sin embargo, es tan repetitiva que termina por hastiar al
personal y muy pocos quedan con ganas suficientes como para atreverse a
escuchar la cara B.
Un día, me paré a darle la vuelta a la cinta y, desde entonces, cambié
los estribillos asfixiantes por canciones de verdad. Yo siempre digo que mis
amigos son la cara B de mi vida: son el aliento que me falta cuando el agobio
me oprime fuerte el pecho; el golpe de suerte que me permite escapar de todo
sin necesidad de ir más allá del bar de la esquina.
Mis amigos son las agujetas en la tripa cuando nos reímos a carcajadas
por algo que nadie más entendería y, cómo no, son los acompañantes perfectos en
una cena improvisada de pizzas y palomitas. Ellos son la otra firma en las
escrituras de la casa de fin de semana; ese banco del parque en el que se nos
congelaban las manos las largas tardes de invierno. También son los chapuzones
entre olas aquel verano de la playa o los partidos de futbol que veía en el
patio de un colegio sabiendo o sin saber lo que era un fuera de juego.
Ellos son las miradas cómplices, las sonrisas: mi suerte, mis secretos.
Mi cara B.