miércoles, 16 de octubre de 2013

Y de repente, la casualidad

Subiéndose la falda, ya acomodada a horcajadas sobre sus caderas, se excitaba con el preludio de algo que, a juzgar por lo abultado de su bragueta, prometía cumplir con las expectativas. Con una mirada, menos lasciva que tierna, iba rozando su cuerpo sin tocarle: unos labios maduros malamente enmarcados entre los perfiles de esa perilla entrecana, que aún conservaba la esencia canalla que ayer despertó pasiones; ese cuello que custodiaba celoso el secreto de la poesía en su garganta y, justo debajo, su pecho todavía cubierto con la camiseta de rayas que un día fuese su seña de identidad y que ahora parecía poco menos que un extraño homenaje a no se sabe qué.


Entre tanto, él comenzaba a subir por su muslo con la mano que no tenía atrapada entre la lencería que ella había elegido para la ocasión y fue entonces, en ese mismo instante, cuando sus pupilas se clavaron en aquella mano. Desde que era una niña le había encantado inventar historias a partir de pequeños detalles que, para otros, hubieran resultado insignificantes, pero que en su mente avispada actuaban como una semilla a punto de germinar. Aquella tarde, su pensamiento se recreó en cada recoveco de la mano de ese hombre, imaginando cuántas serían las gotas de tinta que habría empujado al suicidio, derramándose sobre el papel en blanco y dejando una estela de versos en los que dibujaban con palabras tantas siluetas femeninas que daban vida a sus poemas. 


Le admiraba, siempre lo había hecho, pero nunca se habría atrevido a pensar en un encuentro así, ni siquiera había imaginado que llegaría a encontrarse con él, de ningún modo. Si aquella mañana alguien le hubiese dicho que iba a conocerle en ese bar del centro habría pensado que era una broma, pero si además le hubiese advertido que acabaría en su casa le habría parecido una auténtica locura. De repente todo eran dudas, sabía que todo acabaría en unas horas; él era casi un mito para algunos y su voz destilaba la plenitud de un pasado no tan lejano, pero ella ya no tenía claro por qué estaba allí; parecía conocerle desde hacía años pero hacía solo unas horas que habían cruzado palabra por primera vez. Tenía envenenada la razón.



–Regálame, luego, un verso en tu poesía. –Acertó ella a decir, titubeando. –La palabra es eterna, no es joven ni vieja; es tatuaje en la memoria.



Él subió la mirada hasta encontrarse con sus ojos, tan bien delineados en negro azabache, y sonrió complaciente. Despacio, su mano gastada siguió el camino que tenía marcado por su muslo desnudo.



Alba Expósito