sábado, 27 de septiembre de 2014

Las ovejas también galopan

Contar ovejitas nunca se me dio demasiado bien, pues la monótona tarea de numerar churras y merinas conducía mi imaginación por unos derroteros muy lejanos al idílico remanso de paz en el que despojarnos del agotamiento y gozar de un plácido descanso. 

Desde bien pequeña, me había fascinado inventar historias a partir de pequeños detalles que para otros hubiesen resultado insignificantes, pero que en mi mente avispada actuaban como una semilla a punto de germinar, de modo que en el silencio de la noche, mi pensamiento solía recrearse en cada uno de esos mamíferos lanudos y atolondrados que se amontonaban para formar un rebaño esperpéntico que balaba al unísono, emitiendo un ruido ensordecedor que retumbaba en las paredes de mi cabeza y me impedía conciliar el sueño.

El hábitat en el que moraban las ovejas era un extenso prado cuyos límites no aparecían bien definidos pero que, a simple vista, presentaba una clara división en dos áreas separadas por una valla de madera carcomida. A la derecha, se abría paso un paisaje bucólico donde todas las necesidades que pudiese tener una oveja quedaban cubiertas gracias al trabajo de unos afables pastores que guardaban el rebaño, decidiendo el destino de aquellas infelices a las que terminarían por mandar al matadero. En el lado opuesto, el césped no estaba cortado y no había pastores que marcasen el camino a seguir porque en aquella pradera no existía más ley que la libertad. Sin embargo, eran muy pocas las ovejas que se resistían a saltar la valla.
Gracias al elevado número de ovejas que saltaban yo lograba dormirme por puro aburrimiento, pero mis sueños siempre se quedaban con las que no sucumbían ante los efímeros encantos que acechaban tras los postes de madera y se aventuraban a vivir presas de la incertidumbre; esclavas de la libertad.

A los once años de edad, poco o nada sabía yo acerca de Nietzsche y su teoría del superhombre y el hombre-masa. Sin embargo, cuando descubrí al filósofo en mi adolescencia, comprendí que aquella dicotomía vigente en mi rebaño podría constituir un ejemplo infantil de las afirmaciones del autor, encontrando su punto tangente en el abandono de los valores tradicionales como respuesta a una moralidad sumisa y alienante. Sin embargo, esta tarde no logro averiguar cuál fue el momento exacto en que desvirtué por completo el sentido de esta teoría que asumí como propia y, mucho menos, el acontecimiento que convirtió mi experiencia vital en una carrera hacia la autodestrucción. Ni siquiera sé si estoy realmente convencida de mi discurso.

Tiritando, mi cuerpo se encoge afligido por los recuerdos de una vida pasada que ahora se me antojan como un montón de fotogramas hilando un film imposible, tanto como la película más loca de Alex de la Iglesia, donde solo rozando lo descabellado se puede alcanzar la cordura en su estado más puro. Seguiría ensuciando con tinta mil hojas pero el temblor cada vez se apodera más de mi mano derecha que ansía aferrarse a las crines de ese caballo que hoy, después de tanto tiempo, galopará con más fuerza que nunca por mis venas.

Gracias Lucía por iluminar las tinieblas de mi mente y demostrarme que el amor empapó con sus efluvios cada impulso, cada intento y cada decisión. Gracias Lucía por hacer posible que esta no sea una carta de disculpa o de arrepentimiento por mis errores y, sobre todo, por haber hecho carne el sentimiento que palpitaba entre nosotros, tan ingenuos. Gracias por hacer ahora alarde de tu magia dejando la mercancía preparada sobre el borde de la bañera.


Gracias Lucía, mi niña, mi luz.



Alba Expósito