Contar
ovejitas nunca se me dio demasiado bien, pues la monótona tarea de numerar
churras y merinas conducía mi imaginación por unos derroteros muy lejanos al
idílico remanso de paz en el que despojarnos del agotamiento y gozar de un
plácido descanso.
Desde bien pequeña, me había fascinado inventar historias a
partir de pequeños detalles que para otros hubiesen resultado insignificantes,
pero que en mi mente avispada actuaban como una semilla a punto de germinar, de
modo que en el silencio de la noche, mi pensamiento solía recrearse en cada uno
de esos mamíferos lanudos y atolondrados que se amontonaban para formar un
rebaño esperpéntico que balaba al unísono, emitiendo un ruido ensordecedor que
retumbaba en las paredes de mi cabeza y me impedía conciliar el sueño.
El hábitat en el que moraban las
ovejas era un extenso prado cuyos límites no aparecían bien definidos pero que,
a simple vista, presentaba una clara división en dos áreas separadas por una
valla de madera carcomida. A la derecha, se abría paso un paisaje bucólico
donde todas las necesidades que pudiese tener una oveja quedaban cubiertas
gracias al trabajo de unos afables pastores que guardaban el rebaño, decidiendo
el destino de aquellas infelices a las que terminarían por mandar al matadero. En
el lado opuesto, el césped no estaba cortado y no había pastores que marcasen
el camino a seguir porque en aquella pradera no existía más ley que la
libertad. Sin embargo, eran muy pocas las ovejas que se resistían a saltar la
valla.
Gracias al elevado número de ovejas
que saltaban yo lograba dormirme por puro aburrimiento, pero mis sueños siempre
se quedaban con las que no sucumbían ante los efímeros encantos que acechaban tras
los postes de madera y se aventuraban a vivir presas de la incertidumbre; esclavas de la libertad.
A los once años de edad, poco o
nada sabía yo acerca de Nietzsche y su teoría del superhombre y el hombre-masa.
Sin embargo, cuando descubrí al filósofo en mi adolescencia, comprendí que
aquella dicotomía vigente en mi rebaño podría constituir un ejemplo infantil de
las afirmaciones del autor, encontrando su punto tangente en el abandono de los
valores tradicionales como respuesta a una moralidad sumisa y alienante. Sin
embargo, esta tarde no logro averiguar cuál fue el momento exacto en que
desvirtué por completo el sentido de esta teoría que asumí como propia y, mucho
menos, el acontecimiento que convirtió mi experiencia vital en una carrera
hacia la autodestrucción. Ni siquiera sé si estoy realmente convencida de mi
discurso.
Tiritando, mi cuerpo se encoge
afligido por los recuerdos de una vida pasada que ahora se me antojan como un
montón de fotogramas hilando un film imposible, tanto como la película más loca
de Alex de la Iglesia, donde solo rozando lo descabellado se puede alcanzar la
cordura en su estado más puro. Seguiría ensuciando con tinta mil hojas pero el
temblor cada vez se apodera más de mi mano derecha que ansía aferrarse a las
crines de ese caballo que hoy, después de tanto tiempo, galopará con más fuerza
que nunca por mis venas.
Gracias Lucía por iluminar las
tinieblas de mi mente y demostrarme que el amor empapó con sus efluvios cada
impulso, cada intento y cada decisión. Gracias Lucía por hacer posible que esta
no sea una carta de disculpa o de arrepentimiento por mis errores y, sobre
todo, por haber hecho carne el sentimiento que palpitaba entre nosotros, tan
ingenuos. Gracias por hacer ahora alarde de tu magia dejando la mercancía
preparada sobre el borde de la bañera.
Gracias Lucía, mi niña, mi luz.
Alba Expósito