lunes, 13 de julio de 2015

Puntos de sutura

Lo supe pronto. La sal ahogaría en el mar la parte de mí que llevabas escondida bajo las uñas y la brisa arrancaría de tu pecho el perfume del sudor con el que la última noche humedecí tus sábanas. La ausencia borraría mis huellas del mapa de tu cuerpo y ni siquiera mi obsesión por tus lunares podría entonces ayudarme a encontrar un atajo para recibirte a tu regreso.

Las luces de la cueva se apagarían con tu partida y nuestras sombras ya no podrían dibujarse en la pared, como lo hacen siempre que tú juegas a curarme con saliva la herida que tengo abierta en el costado desde que empecé a padecerte. El dolor se vuelve insoportable cuando las llagas que anidan en la carne desgarrada anhelan en exceso tus caricias.

El pus que segregan mis tejidos infectos es el preludio de nuestros ardores. En este fluido viscoso y pestilente se pudren las células muertas del binomio emocional que fuimos y que hoy ya solo se recompone para aliviar el síndrome de abstinencia en el que me sumen tus dedos. Plantarle batalla contigo a los muelles del colchón es el único analgésico capaz de adormecer la carcoma empeñada en corroer mi herida purulenta.
Mientras tú devoras amaneceres bajo el influjo de delirios químicos, los coágulos de sangre tiñen de un tono violáceo mi piel lastimada y la fiebre se hace dueña de mi cordura empujándome a extrañar un ideal que nunca tuvimos. 

Es demasiado tiempo. Mis defensas no podrían resistir atrincheradas hasta tu vuelta. Sin la morfina que me inyectan tus mentiras, sería imposible mantener la herida abierta. El momento apareció oportuno cuando tu sombra abandonó las calles donde nos encontramos cada vez que tus huesos buscan los míos. Hasta ahora, jamás había considerado la posibilidad de desmontar el anclaje que sostiene mi última razón para necesitarte. Sin embargo, el horizonte me dibujó tan lejano tu retorno que todos mis miedos abrieron camino a un alarde de coraje prefabricado y mi mano abrió por fin la caja de la costura.

Utilicé la hoguera que prendiste en invierno para quemar el filo de la aguja que tejería nuestro final. La quemazón invadió mi torso mientras yo atravesaba despacio la piel enferma con aquella punta metálica que suturaba mi herida; que es tuya. Las dos orillas de carne despellejada volvieron a encontrarse forzadas por el hilo que se anudaba en cada punto, amarrando los recuerdos que reposan ahora yermos sobre la cicatriz naciente.

La herida estaba cerrada y ya no conservaba excusa alguna para emborracharme con los restos de alcohol que trasnochan entre tus labios. Cuando regresaste apenas me dolía pero desde el instante en que me percaté de tu presencia, la piel mal zurcida se resiente siempre que nuestras miradas fingen no reconocerse.

Alba Expósito