Lo
supe pronto. La sal ahogaría en el mar la parte de mí que llevabas escondida
bajo las uñas y la brisa arrancaría de tu pecho el perfume del sudor con el
que la última noche humedecí tus sábanas. La ausencia borraría mis huellas del
mapa de tu cuerpo y ni siquiera mi obsesión por tus lunares podría entonces
ayudarme a encontrar un atajo para recibirte a tu regreso.
Las
luces de la cueva se apagarían con tu partida y nuestras sombras ya no podrían
dibujarse en la pared, como lo hacen siempre que tú juegas a curarme con saliva
la herida que tengo abierta en el costado desde que empecé a padecerte. El
dolor se vuelve insoportable cuando las llagas que anidan en la carne desgarrada
anhelan en exceso tus caricias.
El
pus que segregan mis tejidos infectos es el preludio de nuestros ardores. En
este fluido viscoso y pestilente se pudren las células muertas del binomio
emocional que fuimos y que hoy ya solo se recompone para aliviar el síndrome de
abstinencia en el que me sumen tus dedos. Plantarle batalla contigo a los
muelles del colchón es el único analgésico capaz de adormecer la carcoma
empeñada en corroer mi herida purulenta.
Mientras
tú devoras amaneceres bajo el influjo de delirios químicos, los coágulos de
sangre tiñen de un tono violáceo mi piel lastimada y la fiebre se hace dueña de
mi cordura empujándome a extrañar un ideal que nunca tuvimos.
Es demasiado
tiempo. Mis defensas no podrían resistir atrincheradas hasta tu vuelta. Sin la
morfina que me inyectan tus mentiras, sería imposible mantener la herida
abierta. El
momento apareció oportuno cuando tu sombra abandonó las calles donde nos
encontramos cada vez que tus huesos buscan los míos. Hasta ahora, jamás había
considerado la posibilidad de desmontar el anclaje que sostiene mi última razón
para necesitarte. Sin embargo, el horizonte me dibujó tan lejano tu retorno que
todos mis miedos abrieron camino a un alarde de coraje prefabricado y mi mano
abrió por fin la caja de la costura.
Utilicé
la hoguera que prendiste en invierno para quemar el filo de la aguja que tejería
nuestro final. La quemazón invadió mi torso mientras yo atravesaba despacio la
piel enferma con aquella punta metálica que suturaba mi herida; que es tuya. Las
dos orillas de carne despellejada volvieron a encontrarse forzadas por el hilo
que se anudaba en cada punto, amarrando los recuerdos que reposan ahora yermos sobre
la cicatriz naciente.
La herida estaba cerrada y ya no conservaba
excusa alguna para emborracharme con los restos de alcohol que trasnochan entre
tus labios. Cuando regresaste apenas me dolía pero desde el instante en que me percaté
de tu presencia, la piel mal zurcida se resiente siempre que nuestras miradas
fingen no reconocerse.
Alba Expósito