Ese era el lugar. Tenía que ser
ahí, en la trastienda de los devaneos y el alborozo: el único lugar donde era
posible doparse con un chute de cotidianidad alternativa tan necesario para
escapar de aquellas construcciones de apariencia armónica pero que, en su
naturaleza fastuosa, se erigían, sin duda, algo inciertas.
En un momento, observé cómo la
ciudad se convertía en una alegoría urbana de mi propia vida, cuya sombra
alcanzaba ya difusa la caverna de mis pensamientos, augurando un futuro que
parecía amalgamado con las fachadas de aquellos edificios y se presentaba definido,
estático, perenne; asfixiante. Sin embargo, en mi vida no existía una puerta de
atrás por la que escapar o, al menos hasta entonces, yo nunca había contemplado
tal posibilidad.
Quizás fueron la bohemia y lo
prohibido expirando en el beso ausente o, pudo también ser el eco de su aliento
resonando en mis oídos. En ese instante, comprendí todo; me comprendí a mí.
Sentí vértigo y me gustó.
Alba Expósito