martes, 1 de septiembre de 2015

Ecléctica


Escrito sobre el papel pintado que cubre las paredes de mi habitación y enmarcado por una  particular colección de fotos y postales. Así te encontraste por primera vez con aquel adjetivo con el que yo pretendo definirme mientras voy encajando las piezas de un puzle que espero no terminar nunca.

Adj. Dicho de una persona que adopta una postura ecléctica. Que trata de reunir, intentando conciliarlos, valores, ideas, tendencias, etc., de sistemas diversos. Aunque disfrazada de un tono de coloquio y familiaridad, mi respuesta fue tan enrevesada y ambigua como la que ofrecen las diferentes aserciones  de cualquier diccionario. Estoy segura de que comprendiste rápido la esencia del eclecticismo y supiste extrapolar sus principios hasta vislumbrar cómo una persona podía considerarse ecléctica. Sin embargo, hoy no puedo declararme satisfecha con la respuesta que te brindé. El proceso hubiese sido más sencillo resolviendo tus dudas con sinceridad; huyendo de límites semánticos.

Soy ecléctica porque solo tengo fe en los entes de naturaleza efímera. Mi piel se teje a base de jirones remendados por innumerables sensaciones, todas ellas diferentes y auténticas, que por alguna razón dejaron su huella en mi persona y forman parte de quién soy ahora. En ocasiones el afán por atesorar experiencias que añadan nuevas piezas a mi puzle incompleto me impulsa a volar alto, tanto que a  veces es difícil encontrar el momento y el lugar adecuados para iniciar el descenso. Casi siempre es demasiado fácil perderse y terminar  sufriendo una catástrofe.

Yo he tenido suerte. He de reconocer que me resulta especialmente sencillo dejarme llevar sin miedo a despistarme durante el vuelo. Tengo alas. No suelen apreciarse a simple vista porque no lucen plumas ni colores vistosos, pero se esconden siempre tras mi espalda preparadas para desplegarse por si necesito realizar un aterrizaje forzoso.

Las alas forman parte de mí y sé que se abrirán cuando las necesite. No era necesario sentir dolor para percatarme de su presencia ni anotarme con tinta en la piel ningún recordatorio permanente. Lo sé. Sin embargo, es imprescindible acordarse del lugar al que perteneces para poder regresar siempre, sin importar lo lejos que vueles. A fin de cuentas, solo es posible fijar tu verdadero destino marcando tu origen, sea cual sea la forma en que decidas hacerlo.

lunes, 13 de julio de 2015

Puntos de sutura

Lo supe pronto. La sal ahogaría en el mar la parte de mí que llevabas escondida bajo las uñas y la brisa arrancaría de tu pecho el perfume del sudor con el que la última noche humedecí tus sábanas. La ausencia borraría mis huellas del mapa de tu cuerpo y ni siquiera mi obsesión por tus lunares podría entonces ayudarme a encontrar un atajo para recibirte a tu regreso.

Las luces de la cueva se apagarían con tu partida y nuestras sombras ya no podrían dibujarse en la pared, como lo hacen siempre que tú juegas a curarme con saliva la herida que tengo abierta en el costado desde que empecé a padecerte. El dolor se vuelve insoportable cuando las llagas que anidan en la carne desgarrada anhelan en exceso tus caricias.

El pus que segregan mis tejidos infectos es el preludio de nuestros ardores. En este fluido viscoso y pestilente se pudren las células muertas del binomio emocional que fuimos y que hoy ya solo se recompone para aliviar el síndrome de abstinencia en el que me sumen tus dedos. Plantarle batalla contigo a los muelles del colchón es el único analgésico capaz de adormecer la carcoma empeñada en corroer mi herida purulenta.
Mientras tú devoras amaneceres bajo el influjo de delirios químicos, los coágulos de sangre tiñen de un tono violáceo mi piel lastimada y la fiebre se hace dueña de mi cordura empujándome a extrañar un ideal que nunca tuvimos. 

Es demasiado tiempo. Mis defensas no podrían resistir atrincheradas hasta tu vuelta. Sin la morfina que me inyectan tus mentiras, sería imposible mantener la herida abierta. El momento apareció oportuno cuando tu sombra abandonó las calles donde nos encontramos cada vez que tus huesos buscan los míos. Hasta ahora, jamás había considerado la posibilidad de desmontar el anclaje que sostiene mi última razón para necesitarte. Sin embargo, el horizonte me dibujó tan lejano tu retorno que todos mis miedos abrieron camino a un alarde de coraje prefabricado y mi mano abrió por fin la caja de la costura.

Utilicé la hoguera que prendiste en invierno para quemar el filo de la aguja que tejería nuestro final. La quemazón invadió mi torso mientras yo atravesaba despacio la piel enferma con aquella punta metálica que suturaba mi herida; que es tuya. Las dos orillas de carne despellejada volvieron a encontrarse forzadas por el hilo que se anudaba en cada punto, amarrando los recuerdos que reposan ahora yermos sobre la cicatriz naciente.

La herida estaba cerrada y ya no conservaba excusa alguna para emborracharme con los restos de alcohol que trasnochan entre tus labios. Cuando regresaste apenas me dolía pero desde el instante en que me percaté de tu presencia, la piel mal zurcida se resiente siempre que nuestras miradas fingen no reconocerse.

Alba Expósito

lunes, 15 de junio de 2015

Yo soy de las que se lo traga

Nunca he podido verme la cara justo después de tragármelo pero imagino que mis labios lucirán una sonrisa espléndida. Siempre sonrío cuando estoy satisfecha. También cuando disimulo.

La primera vez lo hice de forma totalmente involuntaria. Ni siquiera recuerdo quién era la persona que me acompañaba sólo que disparó tan rápido y tan directo que no tuve tiempo para reaccionar. Mis opciones se redujeron a tragar y disfrazar mi asombro de seguridad.

El tiempo jugó a mi favor y terminé espantando los complejos que preñaban mis pensamientos cada vez que me lo tragaba. El sentimiento de culpa pronto entendió que escupirlo no era una alternativa factible: negar la evidencia resulta siempre patético.

Bastaron un par de desengaños a tu lado para (no) asumir que estaban en lo cierto; todos sus pronósticos fueron cumpliéndose mientras mi umbral del sonido quedó reducido al tono de tu voz y mi mirada solo perseguía reflejarse en la tuya. Desde entonces, la lógica de sus argumentos amordaza mis palabras, evitándome el dolor que causa pronunciar tu nombre como sujeto de los pretextos con los que intento justificarte en cada respuesta muda.

Hoy nadie me ha hablado de ti.
Hoy nadie me ha dedicado esas miradas inquisitivas que no comprenden la postura que llevo demasiado tiempo manteniendo. A veces, yo tampoco la entiendo.
Hoy he vuelto a tragármelo. El orgullo sabe aún más amargo cuando lo envuelve el silencio. Aún no lo he digerido y ya estoy esperando que vuelvas a desvelarme esta noche.

Alba Expósito




martes, 9 de junio de 2015

Contigo


Luz ambar, parpadeante.



Constante

                                  Intermitencia
                                                                                     
                                   Incertidumbre



¿Frenar o acelerar?




Saltarnos el semáforo






Alba Expósito

martes, 24 de febrero de 2015

Rotuladores

Ni las canciones ni las vocales, los días de la semana configuraron la primera lista que los más pequeños del colegio aprendieron a repetir sin titubeos. La esquina derecha de la pizarra sostenía el calendario que, cada mañana, terminaba de despegar los párpados perezosos de esos niños que se apresuraban en romper la fila india que habían seguido hasta el aula para arremolinarse precipitadamente bajo el almanaque, expectantes ante la incertidumbre de no saber quién sería el afortunado de encontrar su nombre escrito en la casilla marcada con la fecha de la jornada vigente.

Aquel jueves, la suerte le había guiñado un ojo a Lucía que capitaneaba orgullosa el equipo de los girasoles, llevando por bandera la satisfacción que le reportaba imaginar su mañana como una tregua en la lucha permanente con sus compañeros, con los que cada semana se disputaba los rotuladores que el capitán del día rechazaba, bien porque se habían quedado secos o porque los colores que ofrecían no tenían cabida en las ilustraciones infantiles de su cuaderno.

Mientras el resto de niños que ocupaban la mesa de los girasoles tenía que conformarse con las pinturas de madera, desde su posición privilegiada Lucía atesoraba los rotuladores y se recreaba en cada uno de los trazos que su mano dibujaba sobre el papel en blanco, a sabiendas de que esta vez serían sus paisajes de casas con chimeneas humeantes los que gozarían del sol más brillante, pintado con un tono amarillo que no encontraba rival entre los de sus compañeros.




Después de veinte años, mientras devolvía los dibujos a la caja de cartón que su madre aún guardaba con cariño en el fondo del armario, Lucía se percató de que el tiempo apenas había desgastado la tinta que un día vistió de color aquellos papeles por primera vez, descubriendo entonces el verdadero motivo de la atracción que sentía hacia los rotuladores cuando era niña y la razón por la que dejaron de resultar interesantes con el paso de los años; su carácter permanente. La sensación de poder que embriagaba a Lucía cuando pintaba con rotuladores comenzó a disiparse al mismo ritmo que adelgazaba el contorno de las siluetas preparadas para colorear, que obligaron a tomar cuidadosa conciencia de cada milímetro de papel humedecido por la caricia de la tinta, que se aferraría para siempre a cada recoveco del folio teñido en tan solo segundos.

La responsabilidad de tener que respetar los márgenes separando cada hueco en blanco de los que rompían con color su estado virginal, ahuyentó a Lucía en algún momento de su camino en el que decidió evitar el miedo a sentirse torpe o culpable si por despiste la punta del rotulador traspasaba una de las líneas perfectamente marcadas en negro, centradas en establecer el orden divisorio sobre el folio ya dibujado.




De repente, el ruido del teléfono quebrantó el halo de ensoñación que envolvía a Lucía, que corrió sobresaltada a responder la llamada, asumiendo que la voz que escucharía al otro lado no le ayudaría a reconciliarse consigo misma y tampoco con la sombra de la persona que le había empujado a acomodarse aquella mañana en el regazo de la nostalgia porque, lejos de encontrar parecido alguno con Lucía, él sí seguía pintando con rotuladores y a veces cambiaba el folio por la piel, donde una tarde dibujó a pulso las mariposas que, aunque hacía ya mucho que se habían borrado, ayer echaron a volar y abandonaron la espalda de Lucía, que solo entonces entendió que la piel es la única superficie sobre la que la tinta de los rotuladores tiene una duración temporal pero también es la única que se desprende de ella poco a poco dejándonos vislumbrar el trazo apagado por si queremos volverlo a encender o, si ya hemos dejado que se desvanezca del todo, acercándonos más evidente el recuerdo para (no) equivocarnos de nuevo si volvemos a pintar el cuerpo de primavera mientras detrás de la ventana, donde no hay humo ni música ni colores luz, todavía es invierno. 



    Alba Expósito

martes, 6 de enero de 2015

Límite

Como si así fuese a castigarle, me concentré en esquivar su mirada desde el preciso instante en que el tono de su voz comenzó a vibrar demasiado en mis oídos para convertirse en un enjambre de palabras que hablaban sobre los tonos ocres de ese verano enmarcado en la sonrisa de una loca que, pudiendo haber sido yo, ni lo fui entonces ni tampoco lo soy hoy.  

Mientras su discurso iba mimetizándose paulatinamente con el sonido ambiente, clavé sin percatarme los ojos en el cigarro que me estaba fumando y que se encontraba a una sola calada de mis dedos, ajenos al hervidero de recuerdos prefabricados que aquella imagen había conseguido provocar en mi mente. La última bocanada de humo trajo consigo la incertidumbre absurda de no saber cuándo volvería a sujetar un cigarro entre los labios, dejando así que ese soplo de oxígeno contaminado me arañase la garganta para anidar temporalmente en mis pulmones hasta encontrar la salida, dejando a su paso la caricia de ese hálito que se nutre de satisfacción y nostalgia al mismo tiempo.

Tras utilizar la suela de mi bota para terminar con la agonía del cigarro que perecía tirado en el suelo, levanté ligeramente la cabeza con ánimo de asentir en signo de aprobación, fingiendo un interés que despreciaba el sinsentido del soliloquio que él seguía pronunciando. La cita (in)esperada con su silencio me reconcilió con el lado más sincero de mi conciencia, empujándome a reconocer la tortura a la que voluntariamente me sometía cada vez que arrebataba una escena cualquiera del argumento de la cotidianidad para jugar con ella a revivir la urgencia de aquella madrugada en la que quitamos la pila al reloj, preocupados por si las horas pasaban demasiado rápido.

Que somos carne de cañón y que la chispa llevaba tanto tiempo encendida que nos sobraron las manos para prender del todo la mecha; eso ya lo sé, pero después del disparo nos quedamos sordos los dos para compartir algo más que la respiración acelerada porque, a menudo, el aliento se recupera muy pronto.

Ni tú sabías tan poco, ni yo había dado tantas vueltas, ni tú eras todo abrigo, ni yo toda frialdad, ni las ganas pueden con todo ni todo se acaba cuando se matan las ganas, porque allí donde la poesía dicta las leyes la piel coquetea con versos que no riman, superando la forma para envenenar el aire con el misterio que encierra siempre el contenido.   


Zona peligrosa. Procuraremos no cruzarnos allí y si tenemos esa (mala) fortuna, aguantaremos la respiración porque nosotros no podemos escribir poesía. 


Alba Expósito

sábado, 27 de septiembre de 2014

Las ovejas también galopan

Contar ovejitas nunca se me dio demasiado bien, pues la monótona tarea de numerar churras y merinas conducía mi imaginación por unos derroteros muy lejanos al idílico remanso de paz en el que despojarnos del agotamiento y gozar de un plácido descanso. 

Desde bien pequeña, me había fascinado inventar historias a partir de pequeños detalles que para otros hubiesen resultado insignificantes, pero que en mi mente avispada actuaban como una semilla a punto de germinar, de modo que en el silencio de la noche, mi pensamiento solía recrearse en cada uno de esos mamíferos lanudos y atolondrados que se amontonaban para formar un rebaño esperpéntico que balaba al unísono, emitiendo un ruido ensordecedor que retumbaba en las paredes de mi cabeza y me impedía conciliar el sueño.

El hábitat en el que moraban las ovejas era un extenso prado cuyos límites no aparecían bien definidos pero que, a simple vista, presentaba una clara división en dos áreas separadas por una valla de madera carcomida. A la derecha, se abría paso un paisaje bucólico donde todas las necesidades que pudiese tener una oveja quedaban cubiertas gracias al trabajo de unos afables pastores que guardaban el rebaño, decidiendo el destino de aquellas infelices a las que terminarían por mandar al matadero. En el lado opuesto, el césped no estaba cortado y no había pastores que marcasen el camino a seguir porque en aquella pradera no existía más ley que la libertad. Sin embargo, eran muy pocas las ovejas que se resistían a saltar la valla.
Gracias al elevado número de ovejas que saltaban yo lograba dormirme por puro aburrimiento, pero mis sueños siempre se quedaban con las que no sucumbían ante los efímeros encantos que acechaban tras los postes de madera y se aventuraban a vivir presas de la incertidumbre; esclavas de la libertad.

A los once años de edad, poco o nada sabía yo acerca de Nietzsche y su teoría del superhombre y el hombre-masa. Sin embargo, cuando descubrí al filósofo en mi adolescencia, comprendí que aquella dicotomía vigente en mi rebaño podría constituir un ejemplo infantil de las afirmaciones del autor, encontrando su punto tangente en el abandono de los valores tradicionales como respuesta a una moralidad sumisa y alienante. Sin embargo, esta tarde no logro averiguar cuál fue el momento exacto en que desvirtué por completo el sentido de esta teoría que asumí como propia y, mucho menos, el acontecimiento que convirtió mi experiencia vital en una carrera hacia la autodestrucción. Ni siquiera sé si estoy realmente convencida de mi discurso.

Tiritando, mi cuerpo se encoge afligido por los recuerdos de una vida pasada que ahora se me antojan como un montón de fotogramas hilando un film imposible, tanto como la película más loca de Alex de la Iglesia, donde solo rozando lo descabellado se puede alcanzar la cordura en su estado más puro. Seguiría ensuciando con tinta mil hojas pero el temblor cada vez se apodera más de mi mano derecha que ansía aferrarse a las crines de ese caballo que hoy, después de tanto tiempo, galopará con más fuerza que nunca por mis venas.

Gracias Lucía por iluminar las tinieblas de mi mente y demostrarme que el amor empapó con sus efluvios cada impulso, cada intento y cada decisión. Gracias Lucía por hacer posible que esta no sea una carta de disculpa o de arrepentimiento por mis errores y, sobre todo, por haber hecho carne el sentimiento que palpitaba entre nosotros, tan ingenuos. Gracias por hacer ahora alarde de tu magia dejando la mercancía preparada sobre el borde de la bañera.


Gracias Lucía, mi niña, mi luz.



Alba Expósito