Como
si así fuese a castigarle, me concentré en esquivar su mirada desde el preciso
instante en que el tono de su voz comenzó a vibrar demasiado en mis oídos para
convertirse en un enjambre de palabras que hablaban sobre los tonos ocres de ese
verano enmarcado en la sonrisa de una loca que, pudiendo haber sido yo, ni lo
fui entonces ni tampoco lo soy hoy.
Mientras
su discurso iba mimetizándose paulatinamente con el sonido ambiente, clavé sin
percatarme los ojos en el cigarro que me estaba fumando y que se encontraba a una
sola calada de mis dedos, ajenos al hervidero de recuerdos prefabricados que
aquella imagen había conseguido provocar en mi mente. La última bocanada de
humo trajo consigo la incertidumbre absurda de no saber cuándo volvería a
sujetar un cigarro entre los labios, dejando así que ese soplo de oxígeno
contaminado me arañase la garganta para anidar temporalmente en mis pulmones hasta
encontrar la salida, dejando a su paso la caricia de ese hálito que se nutre de
satisfacción y nostalgia al mismo tiempo.
Tras
utilizar la suela de mi bota para terminar con la agonía del cigarro que
perecía tirado en el suelo, levanté ligeramente la cabeza con ánimo de asentir
en signo de aprobación, fingiendo un interés que despreciaba el sinsentido del soliloquio
que él seguía pronunciando. La cita (in)esperada con su silencio me reconcilió
con el lado más sincero de mi conciencia, empujándome a reconocer la tortura a
la que voluntariamente me sometía cada vez que arrebataba una escena cualquiera
del argumento de la cotidianidad para jugar con ella a revivir la urgencia de
aquella madrugada en la que quitamos la pila al reloj, preocupados por si las
horas pasaban demasiado rápido.
Que
somos carne de cañón y que la chispa llevaba tanto tiempo encendida que nos
sobraron las manos para prender del todo la mecha; eso ya lo sé, pero después
del disparo nos quedamos sordos los dos para compartir algo más que la
respiración acelerada porque, a menudo, el aliento se recupera muy pronto.
Ni
tú sabías tan poco, ni yo había dado tantas vueltas, ni tú eras todo abrigo, ni
yo toda frialdad, ni las ganas pueden con todo ni todo se acaba cuando se matan
las ganas, porque allí donde la poesía dicta las leyes la piel coquetea con versos
que no riman, superando la forma para envenenar el aire con el misterio que
encierra siempre el contenido.
Zona peligrosa. Procuraremos no cruzarnos allí y si tenemos esa (mala) fortuna, aguantaremos
la respiración porque nosotros no podemos escribir poesía.
Alba Expósito
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