Ni
las canciones ni las vocales, los días de la semana configuraron la primera
lista que los más pequeños del colegio aprendieron a repetir sin titubeos. La
esquina derecha de la pizarra sostenía el calendario que, cada mañana, terminaba
de despegar los párpados perezosos de esos niños que se apresuraban en romper
la fila india que habían seguido hasta el aula para arremolinarse
precipitadamente bajo el almanaque, expectantes ante la incertidumbre de no
saber quién sería el afortunado de encontrar su nombre escrito en la casilla marcada
con la fecha de la jornada vigente.
Aquel
jueves, la suerte le había guiñado un ojo a Lucía que capitaneaba orgullosa el
equipo de los girasoles, llevando por bandera la satisfacción que le reportaba imaginar
su mañana como una tregua en la lucha permanente con sus compañeros, con los
que cada semana se disputaba los rotuladores que el capitán del día rechazaba,
bien porque se habían quedado secos o porque los colores que ofrecían no tenían
cabida en las ilustraciones infantiles de su cuaderno.
Mientras
el resto de niños que ocupaban la mesa de los girasoles tenía que conformarse
con las pinturas de madera, desde su posición privilegiada Lucía atesoraba los
rotuladores y se recreaba en cada uno de los trazos que su mano dibujaba sobre
el papel en blanco, a sabiendas de que esta vez serían sus paisajes de casas
con chimeneas humeantes los que gozarían del sol más brillante, pintado con un
tono amarillo que no encontraba rival entre los de sus compañeros.
Después
de veinte años, mientras devolvía los dibujos a la caja de cartón que su madre
aún guardaba con cariño en el fondo del armario, Lucía se percató de que el
tiempo apenas había desgastado la tinta que un día vistió de color aquellos
papeles por primera vez, descubriendo entonces el verdadero motivo de la
atracción que sentía hacia los rotuladores cuando era niña y la razón por la
que dejaron de resultar interesantes con el paso de los años; su carácter
permanente. La sensación de poder que embriagaba a Lucía cuando pintaba con
rotuladores comenzó a disiparse al mismo ritmo que adelgazaba el contorno de
las siluetas preparadas para colorear, que obligaron a tomar cuidadosa conciencia
de cada milímetro de papel humedecido por la caricia de la tinta, que se aferraría
para siempre a cada recoveco del folio teñido en tan solo segundos.
La
responsabilidad de tener que respetar los márgenes separando cada hueco en
blanco de los que rompían con color su estado virginal, ahuyentó a Lucía en
algún momento de su camino en el que decidió evitar el miedo a sentirse torpe o
culpable si por despiste la punta del rotulador traspasaba una de las líneas
perfectamente marcadas en negro, centradas en establecer el orden divisorio
sobre el folio ya dibujado.
De
repente, el ruido del teléfono quebrantó el halo de ensoñación que envolvía a
Lucía, que corrió sobresaltada a responder la llamada, asumiendo que la voz que
escucharía al otro lado no le ayudaría a reconciliarse consigo misma y tampoco
con la sombra de la persona que le había empujado a acomodarse aquella mañana
en el regazo de la nostalgia porque, lejos de encontrar parecido alguno con
Lucía, él sí seguía pintando con rotuladores y a veces cambiaba el folio por la
piel, donde una tarde dibujó a pulso las mariposas que, aunque hacía ya mucho
que se habían borrado, ayer echaron a volar y abandonaron la espalda de Lucía,
que solo entonces entendió que la piel es la única superficie sobre la que la
tinta de los rotuladores tiene una duración temporal pero también es la única
que se desprende de ella poco a poco dejándonos vislumbrar el trazo apagado por
si queremos volverlo a encender o, si ya hemos dejado que se desvanezca del
todo, acercándonos más evidente el recuerdo para (no) equivocarnos de nuevo si
volvemos a pintar el cuerpo de primavera mientras detrás de la ventana, donde
no hay humo ni música ni colores luz, todavía es invierno.
Alba Expósito